La cara de la luna

   Sucede a menudo, que el descubrimiento que en nuestro consciente conecta una serie de conocimientos, no es el más relevante, y de hecho el dato más importante era sabido hace tiempo. Es como si cada pequeño pedazo de información fuera una pieza de dominó y la última ficha, azarosa en cuanto a su importancia frente al resto, cayera, empujando al resto y generando una reorganización brutal de como vemos el mundo.

   Como un relámpago, que no termina de entenderse hasta luego de un tiempo, cuando vibra el trueno.

   Para mi, fue una canción. Alegre, escurridiza. Y siempre que los músicos la tocaban mi mamá bailaba. Desde niño la escuchaba.

   Vivíamos en una casa con muchos cuartos y un salón muy grande delante, donde se daban reuniones y bailes casi todos los días. Mis tías no me dejaban ver ni participar y me mandaban a la cama temprano. Mi mamá me cantaba schlaflied antes de unirse a la fiesta. Pero yo a veces la engañaba haciéndome el dormido, me escapaba y espiaba por la ventana el baile al son de la canción.

   Una vez Hansen, el hombre de la casa, me vio y me pegó un revés que me dejó la cara marcada. Al otro día volvió a pegarme, esta vez más fuerte y delante de mi madre y las tías. Luego le pegó a ella varias veces, y explicó a todos que esto pasaba cuando alguien se portaba mal.

   No lo hice más, y con el tiempo él me fue tomando cariño. Me explicó que él pagaba la comida y la ropa, que tenía que mantener el orden. Me enseño trucos para distraer al verdulero y robar una manzana. Cómo pasar desapercibido a pesar de que ya estaba alto para mi edad. Cómo tenía que agarrar un cuchillo, para cuando fuera grande y tuviera el mío propio. Me enseñó el valor de la plata, y que por eso le pegaba a mi mamá cuando ella le pedía libros a sus novios de regalo para mí, en vez de efectivo o alhajas. O a las tías, cuando hacían “tonterías”.

   Tardé en conocer el nombre de la canción, que escuchaba desde mi cuarto. Me abstuve de acercarme por la noche al salón por mucho tiempo. Poco antes de ser adolescente me animé, más confiado en no hacerme notar.

   Una de esas noches, nublada y fresca, los músicos se excusaron y se estaban retirando temprano, para evitar el aguacero. Uno de ellos salió al patio, al parecer confundiendo la puerta de salida. Antes de que alguien más se diera cuenta, me acerque, y le pregunté, tarareando la melodía, el nombre de la canción.
 
   “La Concha de la Lora, por eso la tocamos cuando sale la gringa”. Contestó riendo, esperando una complicidad que no llegó. “Creo que me equivoqué de puerta”. Y se fue.

   Volví a mi cuarto.

   Al rato se apagaron las luces, en vista de que no había más clientes. Llovía, como a Buenos Aires le gusta hacer llover. Cuando supe a Hansen dormido, me metí en su cuarto.  Sin hacer ruido, tal como me había enseñado.

   Se escuchaban solo las gotas en el techo, cada una como una ficha tumbando a la siguiente. Encontré el arma donde hacia unos meses lo había visto guardarla, luego de enseñarme a usarla. “La tengo para defender a tu mamá” me había dicho. Miré bien, estaba cargada.

   Me paré de frente a la cama y grité, con mi voz que luchaba por dejar de ser la de un niño:

   -¡Che!, ¡Cafiyo!

   Se incorporó exaltado. Una luz blanca entró por la ventana e iluminó todo. Me vio.

   -¡Hijo de puta!

   Tronó el cielo y tronó el revolver.