A otra cosa mariposa

Era de noche y, cuando pasaba, la luz de los faroles la miraba, desconcertada. Dejó atrás las calles empedradas, con pasos erráticos, pero con un destino claro. El único lugar sin descanso que conocía, con una taberna siempre abierta: la Estación Central.

El siseo del vapor que escapaba de las locomotoras recién llegadas, el ruido del metal chocando y el tañer horario del reloj le resultaban reconfortantes. Dio vueltas por el laberíntico edificio hasta encontrar el bar. Entró y fue directamente a la máquina expendedora. Metió una moneda, giró la manivela, accionó la palanca 4, luego la 2 y nuevamente giró la manivela hasta que apareció su botella. La destapó de un golpe contra un borde metálico y se sentó en la primera mesa vacía que encontró.

Juan presenció toda la escena, ajeno a la conversación que mantenían sus compañeros de bebida: vio a la desconocida entrar con el sombrero chueco, sentarse a beber y tras unos tragos, sacar un gran reloj de su chaqueta de cuero, mirarlo y largarse a llorar.

Cuando terminó esa primera cerveza, fue nuevamente hacia la máquina, pero esta vez, accionó las palancas 1, 5, 2, giró la manivela en sentido contrario, movió más palancas, y giró otra vez la manivela. Nunca puso dinero, pero obtuvo una botella que, tras el primer trago, bañó en lágrimas.

Curioso, Juan decidió acercarse. Notó que las agujas del reloj de la dama no giraban.

-¿Estás bien? ¿Es que tu reloj no anda más? ¿Preocupada por la hora?

-No, este reloj nunca dió la hora. No me importa el tiempo…  es solo un invento para encadenarnos a la causalidad. Pero sí… mi reloj no anda más… – y rompió en llanto. 

Juan, confundido, le dió tímidas palmadas en el hombro, a modo de torpe consuelo.

-Este reloj- mostró grandes sus ojos, con repentino aire de grandeza y satisfacción- percibía las comunicaciones del telégrafo sin hilos que pasaban cerca, vibraba y comenzaba a leer la señal. Yo podía mirar entonces las agujas y leer el código morse. Las demoras del tren, las noticias del interior, los cambios en los precios de los granos, ¡órdenes de detención de la policía! Todo antes de que aparezca en cualquier periodico. Podía estar todo el día mirándolo y sentir cómo el mundo fluye, sin filtros ni demoras de la prensa. Y ahora, ¡no sé nada!

Siguió llorando.

Desconcertante, pero con todas invenciones que se sucedían en aquellos tiempos, a Juan no le resultaba extraño. Antes de que pudiera decirle nada, ella continuó.

-Tardé meses en construirlo. Hace tres días que intento repararlo, no puedo dormir y ¡ya no sé cuándo hay retraso de los trenes! ¿y si baja el precio del maíz?

-¿Pero eres comerciante de maíz? ¿Viajas mucho en tren? 

-No, nunca, vivo a cinco minutos de aquí. Pero no me entero de nada y este maldito reloj ahora no me dice ni la hora.

-Mirá, pareces una persona que se lleva bien con los engranajes, tal vez puedas arreglar la pianola mecánica del bar y te invitamos a beber y comer sin que tengas que robarlo.

-¡Pianola! ¡Qué horror! Ponerle música a mecanismos tan complejos le quita la belleza a la máquina, así como mecanizar la música le saca vida a la música. Corrompe tanto lo artificial de la máquina como lo humano de la música… No, no. Déjame sentarme y que yo toque el piano.

Fue hasta la pianola, apoyó la botella de cerveza y el reloj en una mesa a sus espaldas. Sacó un destornillador de dentro de su chaqueta, que utilizó en la parte visible del mecanismo de la pianola. Luego le dio un fuerte golpe, protegida por sus guantes de cuero. Probó el teclado. Efectivamente, logró desconectar el mecanismo. Inmediatamente se puso a tocar suavemente un tango.

Prácticamente todo el bar observó, asombrado, la situación. Juan le hizo señas a Eduardo, quien dejó su copa y salió.

-Bueno listo, ahora sí. ¿Conocen esta? 

Cara sucia, cara sucia, cara sucia …  Comenzó a tocar una de las canciones picantes del momento que los presentes no tardaron en cantar a viva voz.

Eduardo volvió con un bandoneón, apoyó un pie en una silla, y con el instrumento en alto comenzó a acompañar. En el fondo empujaron mesas y dos o tres parejas se pusieron a bailar. Tocaron varias veces las mismas canciones, pero a nadie le importaba. Hasta las campanadas de la torre de la estación parecían  sincronizarse con los pies de los bailarines.

Al final de una canción, hicieron una pausa para tomar un trago. 

-Eduardo, encantado, ¿Como es su nombre?

-Ana Laura, mucho gusto- Dijo entre tragos de cerveza.

-Disculpe pero la veo un poco mal, que tal si usted elige una canción que la relaje, no para nosotros. Yo la sigo nomás no se preocupe.

¿Qué demonios significaba relajar? Algún recurso literario de estos poetas bohemios de la ciudad. No obstante, le vino a la memoria una canción vieja, sin canto, y posiblemente sin nombre, que escuchaba cada tanto por allí, antes de que el sonido de las máquinas y las torres inundara la ciudad.

Comenzó a tocar. Si bien el inicio fue tímido, poco a poco tomó un ritmo suave, constante, sobre el que pudo desarrollar la melodía que recordaba. Luego de un par de compases, el bandoneón entendió. Acompañaba y contestaba. Empezó a preguntar y a recibir respuestas. Se juntaban en las conclusiones y se separaban para cantar cada uno solo, mientras el otro sostenía el ritmo. Algún tren se retrasó, un criminal fue arrestado, el precio del maíz cambió. Pero ya no importaba. Ana estaba sumergida en sus fraseos, en el intercambio, en el martillar de las cuerdas, en el temblar del aire.

Alrededor la gente se había sentado y escuchaban atrapados por este juego del bandoneón con el piano. En eso, Juan vio el reloj de Ana sobre la mesa y notó que empezaba a vibrar. No solo a vibrar, sino a dar pequeños saltitos, al ritmo del piano. Esperó varios minutos y luego le hizo una seña a Eduardo, que sin dejar de tocar vió, asombrado, los saltos rítmicos del reloj. Disimuladamente concluyó una frase musical y dejó de tocar.

El piano siguió sonando, relajado, constante, hermoso. Finalmente Ana siguió la vista de todos, hasta mirar de reojo la mesa tras ella. Mientras tocaba el reloj daba saltitos a su ritmo. 

Súbitamente dejó de tocar. Su corazón palpitaba fuerte, y el reloj dio cuatro saltitos más ante el silencio absoluto de la sala.

Hubo una chispa eléctrica y un tornillo salió despedido. El reloj se abrió, se desarmó y mientras resortes rodaron, un pequeño insecto metálico, formado de diminutos engranajes, dio un paso fuera, desplegó alas de cobre y se elevó en el aire.

Afuera sonó la campana de medianoche y un tren silbó su partida. El pequeño insecto se elevó aún más y volando por sobre el incrédulo e inesperado público, salió por una ventana.

Ana Laura miró cinco infinitos segundos a Juan, con desconcierto, tristeza, y alivio. 

-Juan, mucho gusto- dijo él.

Abrió una botella de cerveza y se la dio. 

Interrumpió Eduardo.

-Ana, los chicos del fondo piden, por favor, una para bailar.

Con el corazón aún batiendo confundido, se tomó un trago largo y comenzó a tocar Don Juan.

Mientras tanto, cientos de insectos danzaban brillantes alrededor de los faroles de la calle.